ALGUNAS COSAS NO SON LO QUE PARECEN

jueves, 13 de octubre de 2005

LA MUERTE DE RICARDO


Según entraba en casa ha sonado el teléfono y al otro lado del hilo la voz del hijo de Ricardo anunciándome la muerte de su padre. De alguna manera podría esperármelo y ahora recuerdo la premonitoria y breve conversación –la última- que mantuve con él a principios de agosto, cuando me llamó para tranquilizar mi espíritu inquieto porque a lo largo de las dos semanas anteriores, inciertas semanas, había intentado sin éxito entrar en comunicación con él, dejándole mensajes por doquier.

En esta hora triste lamento profundamente no haber podido hablar más con él, no haber aprendido más de él.

En este momento afloran en mí diversos flash que atropelladamente tratan de situarse en mi cabeza. Recuerdo la primera vez que entró en mi despacho del Ministerio allá por el año 1997 más o menos, con un aspecto que recordaba bastante al de Carlos Gardel, a saber: cabello engominado –luego me confesó que no se lo engominaba- traje de corte años 50, un caballero a la vieja usanza –pensé- dispuesto a cantarme el caminito, o el volver…

Quien me iba a decir a mí en ese momento que años después iba a tener el privilegio de tenerle como jefe y, más aún, amigo y un segundo padre en muchos aspectos. Recuerdo que tras su falso aspecto de antipático y estirado –“he nacido así, qué le vamos a hacer”, decía con frecuencia- se escondía todo un ser humano con altas dosis de sensibilidad y con una apariencia que en nada o en poco se correspondía con la realidad. Era un gran tímido. Un ser singular con un alto y fino sentido del humor y un dechado de conocimientos, particularmente sobre la historia en general y la española en particular. Amigo de sus amigos y buena persona.

Una mirada triste que vivió aceleradamente en algunas etapas de su vida. En ésta última, y, sobre todo, después de la muerte de su esposa con la pertinaz compañía de la soledad. La quería y la detestaba a la vez. ¡¡Cuántas veces le dije que viniera a casa!! Tantas como las que, amablemente y con la cortesía que le caracterizaba, rechazó el ofrecimiento. No me arrepiento de haberle conocido. Ni de haber compartido con él su soledad después del trabajo en nuestras cervezas –o Martinis- en el “petit Paris” establecimiento al que cotidianamente acudíamos y en el que elucubrábamos –él por supuesto tomando la iniciativa, como no podía ser de otra forma- sobre la política, las miserias humanas y, en definitiva, la vida.

Un celtíbero –aunque de cabeza ibérica- en toda regla, con sus virtudes y sus defectos. Un superviviente. Un personaje de otra época que con esfuerzo, inteligencia y un toque de escepticismo supo adaptarse a los tiempos modernos, aunque conservaba un punto chicotesco decadente, maravilloso y entrañable.

Descansa en paz Ricardo. Te echaré mucho de menos.

pepe